Editorial
El doble femicidio cometido por Pablo Laurta volvió a exponer, crudamente, los límites del sistema judicial para proteger a las víctimas de violencia de género. Laurta, que ya tenía antecedentes de ser un hombre violento, asesinó a su expareja y a la madre de ella, a pesar de que el Poder Judicial había dispuesto una serie de medidas preventivas, como una orden de restricción de acercamiento, un botón antipánico y diversas actuaciones en el marco de la causa. Ninguna de ellas fue suficiente.
El caso no fue un hecho aislado ni una fatalidad imprevisible. Hubo señales y advertencias. Laurta había ingresado al país con armas, cargadores y municiones. Violó la restricción de acercamiento y fue detenido, pero más tarde recuperó su libertad. La pericia psicológica determinó que comprendía la criminalidad de sus actos, que no presentaba un cuadro psicopatológico grave, que carecía de antecedentes penales y que no representaba peligro ni para sí mismo ni para terceros. Esa evaluación, aparentemente racional y técnica, se reveló catastróficamente errónea.
Las medidas cautelares, diseñadas para prevenir el daño, se transforman en meros trámites burocráticos cuando no se evalúa el riesgo real que enfrentan las mujeres.
El crimen de Laurta debe servir para poner en evidencia una deuda institucional que se repite con demasiada frecuencia: el Estado suele llegar tarde. Las medidas cautelares, diseñadas para prevenir el daño, se transforman en meros trámites burocráticos cuando no se evalúa el riesgo real que enfrentan las mujeres. En situaciones de alto peligro, una perimetral o un botón antipánico son herramientas insuficientes. La Justicia debe asumir que, frente a un agresor con antecedentes, la única forma de proteger a la víctima puede ser la privación de la libertad del violento o una vigilancia mucho más estricta y sostenida.
La tragedia también se enlaza con otros casos recientes que sacudieron a la opinión pública, como el de la exintegrante de Bandana, Lourdes Fernández, quien fue víctima de violencia de género y cuya historia expuso nuevamente la falta de contención institucional y de respuestas eficaces frente a situaciones de riesgo. Ambos episodios reabren un debate impostergable, que es si la Justicia cuenta con las herramientas necesarias para proteger a las potenciales víctimas de femicidio.
El Registro de Femicidios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con datos correspondientes a 2024, aporta una cifra elocuente: el 18 por ciento de las víctimas directas había denunciado previamente a su agresor. El resto no había formalizado una denuncia, pero en muchos casos había advertido a familiares, amistades o instituciones sobre el calvario que vivía.
No se trata solo de ampliar recursos o mejorar la coordinación entre fuerzas de seguridad, fiscalías y juzgados. Se trata de repensar el enfoque mismo de la respuesta judicial. Un agresor que ya ha demostrado desprecio por la ley, por la vida ajena y por las medidas de restricción, no puede seguir siendo evaluado con los mismos parámetros que un ciudadano sin antecedentes. Cada femicidio anunciado es una derrota colectiva.
