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El mito de las armas y la seguridad

Editorial
La política de flexibilización en la tenencia y portación de armas de fuego impulsada por el gobierno de Javier Milei marca un punto de inflexión peligroso en materia de seguridad pública. Bajo la premisa de la “libertad individual”, el Ejecutivo ha promovido una serie de medidas que facilitan la adquisición, el uso y la permanencia de armamento en manos civiles, desmantelando al mismo tiempo los mecanismos de control y prevención que durante años buscaron reducir los riesgos inherentes a su proliferación.

Entre las disposiciones más recientes, el Registro Nacional de Armas (RENAR) aprobó un nuevo trámite digital que permite acceder de manera 100% online a la credencial de legítimo usuario. En paralelo, se redujeron impuestos a la compra de armas de fuego y se extendió a cinco años el plazo de vigencia de las inscripciones de los usuarios. En apariencia, se trata de un avance administrativo. En la práctica, significa menos controles, menos trazabilidad y más facilidad para el acceso a armas sin una supervisión adecuada.

El gobierno nacional también autorizó la adquisición de armamento que hasta hace poco estaba reservado exclusivamente para las fuerzas de seguridad, como las armas semiautomáticas. Los expertos analizan que ese tipo de decisiones, lejos de promover la “autodefensa”, multiplica las probabilidades de tragedias.

A la vez, se eliminaron organismos de control y se desfinanciaron programas esenciales de concientización. El Fondo de Promoción de las Políticas de Prevención de la Violencia Armada (FPVA), que tenía como finalidad reducir el uso y la proliferación de armas, prevenir accidentes y fomentar la resolución pacífica de conflictos, fue dado de baja. Con él, se disolvió una herramienta de política pública que servía como barrera de contención frente a los efectos más nocivos de la violencia armada.

El mito de que “más armas significan más seguridad” ha sido desmentido una y otra vez por la evidencia empírica.

En el terreno impositivo, la eliminación de la tasa anual obligatoria para usuarios de armas —sumada a la extensión del registro a cinco años— significó no solo una merma de control, sino también la desaparición de una fuente de recursos que se destinaba precisamente a programas de sensibilización sobre los riesgos de la tenencia civil.

Esta tendencia se da, además, en un contexto alarmante: en distintas provincias se han registrado episodios de menores que ingresaron armados a los colegios. Hechos que no solo ponen en riesgo vidas humanas, sino que también generan un efecto contagio en otros jóvenes.

Las experiencias internacionales y los estudios comparativos revelan que donde se facilita la tenencia civil de armas, aumentan los homicidios, los accidentes domésticos, las muertes por violencia intrafamiliar y los suicidios con arma de fuego. El mito de que “más armas significan más seguridad” ha sido desmentido una y otra vez por la evidencia empírica.

Por todo esto, resulta urgente que el Estado recupere su rol regulador. No se trata de prohibir, sino de establecer reglas claras, controles efectivos y políticas de prevención sostenidas.

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