Las nuevas tecnologías han modificado, entre muchas otras cosas, la forma de hacer política. Y estas nuevas maneras pueden hacer más atractiva y veloz la interacción entre los dirigentes y los ciudadanos, pero también convierten los mensajes en más superficiales y más efímeros.
Hay incluso un riesgo mayor: confundir el mundo virtual con el real. Podría suponerse que esta confusión no debería afectar a políticos que poseen cierta trayectoria, o a funcionarios que han accedido a altos cargos y que por cualquiera de estas razones deberían tener la sensatez suficiente para conectar con lo que verdaderamente está aconteciendo. Pero también es cierto que los dirigentes con importantes responsabilidades de gestión suelen vivir en un microclima creado por su entorno de dirigentes de confianza o, como ocurre ahora, por las redes sociales.
El presidente Javier Milei es el cabal ejemplo del uso y abuso de las redes sociales. Su participación en X (ex Twitter) ha pasado a formar parte de su agenda diaria. Hay todo un debate respecto de hasta qué punto su presencia casi permanente en la plataforma afecta su percepción de la realidad y la mayoría se inclina en pensar que la distorsión es evidente. Lo mismo sucede con otros dirigentes, aunque ninguno con esa intensidad o esa responsabilidad institucional.
Dirigentes catamarqueños, especialmente de la oposición, se han sumado a esta tendencia. Producen videos, modestas puestas en escenas a través de las cuales envían mensajes con críticas o denuncias al oficialismo o, más espaciadamente, con propuestas concretas pero acotadas. Los más jóvenes, los que nacieron a la vida política con el auge de las redes sociales, se mueven con más comodidad en este mundo de la virtualidad. Otros, como Flavio Fama, Hugo Ávila o Rubén Manzi, apelan a estos modos de transmisión de contenidos políticos con la esperanza de llegar a nuevos públicos a través de herramientas efectistas.
Recurrir a estos nuevos modos de transmitir mensajes, en los que hay una especie de interacción controlada con otros usuarios de las redes, no está mal. Pero es preciso comprender sus limitaciones: la fugacidad y la escasa profundidad de estas acciones políticas, por ejemplo.
El mandato de los dirigentes –no solo de la política, aunque principalmente de ella- es elevar la calidad del debate. La mayoría de ellos, sin embargo, optan por subordinarse a la lógica de las redes sociales lanzando apenas consignas triviales, montando escenificaciones y ensayando actuaciones que buscan un efecto más emocional que racional.
Hubo épocas, no tan lejanas, en las que la política se fundaba en ideas que resultaban de debates a fondo nacidos en los ámbitos internos de los partidos, discusiones teóricas que al mismo tiempo se enraizaban en el devenir local o nacional. De allí surgían escritos elaborados, plataformas de gobierno, documentos que perduraban incluso como registros históricos de las ideas de una época. Y que servían de insumo para discusiones más amplias con referentes de otras fuerzas o de otras instituciones u organizaciones de la sociedad civil. Hoy los mensajes que emergen políticamente son individuales –del dirigente que postea- y raramente el resultado de posturas colectivas.
Son comprensibles y justificados los esfuerzos para actualizar los modos de comunicar a partir del desarrollo de las nuevas tecnologías y el auge de las redes y las plataformas de la era digital. Pero tal cometido no puede ir en desmedro de la calidad del mensaje, de su profundidad, de su consistencia teórica. Y, sobre todo, no puede haber un divorcio entre el mundo de la virtualidad y el mundo real, particularmente en un momento en el que crece con fuerza la pobreza, la indigencia y el desempleo, es decir, en una coyuntura histórica en la que la gente no necesita consumir insultos y descalificaciones que se esparcen por las redes o mensajes efectistas grabados con un celular de última generación, sino que exige soluciones urgentes para sus dramas cotidianos.