A punto de cumplir un mes como presidente, Javier Milei no muestra disposición a avanzar en la construcción de acuerdos institucionales que le permitan llevar adelante su proyecto y, por el contrario, escala en la agresividad de las filípicas contra cualquier dirigente o sector que disienta con sus pareceres.
El mandatario se afirma en una dinámica que va orientando su gestión cada vez más evidentemente hacia el aislamiento. El mesianismo asoma en cada una de sus apariciones públicas. Persevera en dividir a la sociedad argentina entre la “gente de bien”, cuya representación se atribuye, y la “gente del mal”, que vendrían a ser todos los que no se le someten incondicionalmente.
Es un maniqueísmo elemental que se ha aplicado con lamentable recurrencia en la Argentina, al que Milei le añade una veta mística con permanentes apelaciones a las “fuerzas del cielo” y advertencias apocalípticas como la de su mensaje de fin de año por cadena nacional, donde dijo que si el Congreso no le aprueba a libro cerrado el DNU y la ley ómnibus el país caerá en una catástrofe de envergadura “bíblica”.
El libertario permanece así anclado en lo que se denomina fase agonal de la política, que es la de la confrontación, mientras ignora la llamada fase arquitectónica.
La primera es la que prevalece en las contiendas por la obtención del poder, la segunda suele tener mayor gravitación en el ejercicio de su administración, pero ambas son complementarias, correlativas, indisociables e indispensables.
Es imposible ganar si no se acumulan las fuerzas necesarias para dar las batallas, a lo largo de procesos que demandan concertar liderazgos y programas. Vale decir: sin arquitectura política no hay fase agonal posible, y esto cobra mayor relevancia si se considera la magnitud del desafío, o el combate, que la Argentina tiene por delante si se pretende revertir una decadencia que lleva 15 años.
Estos elementales conceptos abren cualquier manual de ciencia política. Apartarse de ellos supone el riesgo de caer en un voluntarismo para el que el país inmerso en la crisis no tiene margen.
El desafío de las urnas ha sido superado por Milei con éxito. Su ascenso abrió otro ciclo, en el que las demandas y los condicionamientos son distintos.
No se trata, como en noviembre, de conjurar un fracaso electoral circunscripto a La Libertad Avanza, sino de sortear el colapso nacional.
Las características del triunfo libertario marcaron desde un principio la necesidad de tejer una red de contención institucional para la gestión.
Milei perdió en la primera vuelta de octubre, cuando contra el 36% de Sergio Massa obtuvo el mismo 30% que había logrado en las PASO. Al aplastante 56% llegó en el balotaje de noviembre, ya sin Patricia Bullrich en la cancha. Casi la mitad de su volumen electoral es prestado.
Este detalle se refleja en el Congreso, cuya constitución quedó definida en la primera vuelta. La representación libertaria allí es insignificante y es por allí que deben pasar las medidas que Milei estima imprescindibles para superar la crisis y evitar la catástrofe bíblica que augura.
Pero en lugar de contribuir a tender puentes para ganar consistencia, el Presidente se dedica a dinamitarlos. Apuesta a todo o nada, sin ofrecer más alternativa hasta ahora que la de convocar a un plebiscito en caso de que los legisladores nacionales se le desacaten.
¿Y después? Aún si el resultado de la consulta le resultara favorable, debería ser refrendada por el propio Congreso a cuyos integrantes descalifica sistemáticamente, salvo que sea el propio Congreso el que las convoque.
Ignorar las singularidades del proceso electoral y los condicionamientos de la realidad política es un acto de aventurerismo institucional.
Haría bien el Presidente en revisar la historia. No fue Alberdi quien afianzó la vigencia de la Constitución de 1853, sino políticos de la talla de Mitre, Sarmiento, Avellaneda o Roca. Y aún así, a costa de sangre.